Gregor Mendel, el padre de la genética, el sacerdote que ha desmentido científicamente el darwinismo:
(original en italiano; traducción mía)
En la herencia de los caracteres no hay ningún evento, no hay ninguna selección natural, sino sólo módulos matemáticos que siguen una lógica férrea (¡y probada experimentalmente!)
de Marco Respinti
Un aniversario un poco cogido por los pelos, el celebrado ayer [el artículo fue publicado el 20 de julio, n. del t.] con énfasis por Google por el 189º aniversario del nacimiento del “padre de la genética” Gregor Mendel. Un tanto forzado, vista la cifra en absoluto redonda y del todo inusitada, que hace surgir alguna sospecha. No se trata de hecho de un actor famoso, no es una estrella del pop, no es un icono de lo políticamente correcto: y ¿por qué nunca entonces el motor de búsqueda en internet más utilizado del mundo debería molestarse tanto por recordar un oscuro abad moravo nacido hace casi dos siglos y olvidado incluso por sus contemporáneos?
Quizá porque se ha difundido que sus experimentos sobre guisantes de los cuales conservamos algún vago recuerdo de la escuela son una gran contribución a la causa del evolucionismo, en perfecto acuerdo y es más son confirmación de las hipótesis formuladas por el naturalista inglés Charles R. Darwin. “Algunos científicos y filósofos influyentes”, nota de hecho don Mariano Artigas en su libro “Le frontiere dell’evoluzionismo” (Ares, Milano 1993), escrito con el rigor y la inmediatez que necesitan los no dedicados a los trabajos, “vieron en el darwinismo un puntal científico para el materialismo y para el ateísmo, y pareció que el hombre salió de allí reducido a un animal entre los otros”.
Pero, con el beneplácito de aquellos que creen saber, Mendel no nos cabe con Darwin. Es más, Mendel pone el darwinismo en crisis. Lo encierra en un rincón, obligándolo a revisarse para ajustar las cuentas con la realidad de las cosas –comprobada como norma de método científico (como el darwinismo por el contrario no hace) precisamente por el abad moravo- y a que se enfrente con aquellas preguntas urgentes que la “genética de los guisantes” no permite más dejar a un lado.
Eran los tiempos del imperio austro-húngaro, y entre los muros que cercaban el huerto anexo al monasterio de Santo Tomás del entonces Brünn, hoy Brno, trabajaba alegremente el abad Johann Mendel (en religión Gregor, desde que había entrado en la orden de los benedictinos). Nacido en 1822 de una familia campesina de lengua alemana en territorio checo, había trabajado incluso desde la infancia como jardinero. En 1843 entró en el monasterio, en 1847 recibió la ordenación sacerdotal, después en 1851 se matriculó en la Universidad de Viena. Completados los estudios, volvió a la abadía, era ya 1853, como profesor de Física, de Matemáticas y de Biología. Enseñó, pero sobre todo continuó estudiando, no dejó nunca de estudiar, y continuó observando, no dejó nunca de observar. Y además experimentó, aquel bravo monje no dejó tampoco nunca de experimentar.
Un día el humilde pero agudo abad, siguiendo sus propios intereses botánicos (las plantas eran la segunda pasión de su vida, después de Dios), se puso a cultivar guisantes. Cultivó un número enorme de ellos, y los observó cuidadosamente uno a uno. Los guisantes tenían que ver con su caso. Los guisantes de hecho son vegetales particularmente adaptados a los estudios que le gustaban a Mendel, y esto porque sus fenotipos (la “total manifestación física de un organismo”, como dice el manual) presentan caracteres constantes y definidos. Seleccionó 22 variedades diferentes de guisantes, por tanto se concentró sobre siete pares que mostraban características opuestas, es decir fáciles de distinguir de otro a simple vista (y la cosa es importantísima, ya que, como observa el genetista anti-evolucionista Giuseppe Sermonti, la moderna bioquímica evolucionista piensa salvarse refugiándose en lo infinitamente pequeño y por definición un poco oscuro, y se olvida sin embargo de mirar a la cara los animales y las plantas en carne, huesos y clorofila).
Cruzando las diversas especies de guisantes, Mendel observó que la primera generación nacida después del cruce estaba compuesta por individuos uniformes, mientras que las sucesivas presentaban mutaciones que respondían a precisas proporciones matemáticas. Matemáticas: objetivas y calculables, dos más dos son cuatro, y de aquí no se escapa. Observó además que cada uno de los caracteres que presentaban los nuevos individuos de guisantes venía transmitido a los descendientes de modo independiente, y este por qué determinado por un factor que les era propio, suyo y no de serie, entonces como hoy, como siempre.
Así Mendel, observando la realidad y dejándose amaestrar de forma realista por ella, describió y escribió la famosa ley de la herencia de los caracteres: en los seres vivos existen unidades independientes y heredables, y la herencia es una evolución determinada por las diversas combinaciones de esas unidades independientes. No hay casualidad, no hay selección natural. Hay en cambio un recorrido y una repetición regular, que se puede describir con módulos matemáticos, que se desarrolla siguiendo una lógica férrea.
Ahora, las leyes descubiertas por Mendel en el comportamiento de los guisantes puestos en el mundo por el buen Dios en aquel huerto de la provincia imperial del tiempo que fue son nada menos que la base, cierta y matemática, de la genética moderna. Todo parte de allí, de aquel huerto del abad, sólo que el buen abad no se acuerda de ello.
En 1865 hizo públicos sus descubrimientos, entre estupor y admiración, en el curso de dos reuniones desarrolladas en el Sociedad de Historia natural del entonces Brünn, pero el asunto quedó confinado a los investigadores. Ninguno intuyó su importancia. El mismo Mendel, vuelto al monasterio, se ocupó de ello sólo a título personal, y tenía además una comunidad que gobernar, y también ciertas cuestiones burocráticas que acometer, y así pasó. En 1884 finalmente se llevó su descubrimiento a la tumba.
Sucedió sin embargo que un naturalista, Hugo de Vries (1848-1935), ocupado en estudios análogos a los de habían apasionado a Mendel, llegó a saber casualmente, en 1900, muchos años después, de los descubrimientos del abad. Por casualidad, diría Darwin, pero la casualidad no existe. Es más: en aquel mismo 1900 antes el botánico alemán Karl Erich Correns (1864-1933), después el agrónomo austriaco Erich Tschermak (1871-1962) llegaron a conclusiones análogas. En este punto, el mundo era mejor conocido, el mundo debía saber. Y así fue. Habían transcurrido 35 años desde que el piadoso y científico abad había penetrado un poco más el esquema de la realidad tal como el buen Dios la había hecho a despecho de Darwin. Era tarde, pero en aquel punto el darwinismo no podía hacer otra cosa que temblar, de desdén y de miedo. El abad había descubierto de hecho que, a pesar de las opiniones alimentadas por los hombres expertos, la transmisión hereditaria de los caracteres en los seres vivos se produce con independencia del ambiente y del cuerpo de un determinado individuo. Y esto era ciencia, o sea conocimiento cierto obtenido por vía galileanamente experimental, no hipótesis filosófica.
Cuando en 1953 tres investigadores, uno más absurdo que el otro, uno incluso un poco eugenesista, otro que más que creer en Dios creían en los extraterrestres, descubrieron el ADN, se encontró también el agente responsable de la ley hereditaria descrita por Mendel, el ácido desoxirribonucleico. El genetista estadounidense James Dewey Watson (nacido en 1928), el biólogo británico Francis Henry Compton Crick (1916-2004) y el biólogo molecular también británico Maurice Hugh Frederick Wilkins (1916-2004) recibieron el Premio Nobel; habrían debido dedicar a Mendel aquel Nobel.
Ahora, después de Mendel, el evolucionismo darwiniano llamémoslo clásico ha entrado en crisis profunda, detenido por la ciencia eso que no puede fingir más que es ciencia. Así ha buscado una protección. Para no sucumbir se ha reciclado, para no morir ha abandonado la paleontología y se ha arrojado en los materiales citoplasmáticos. Pero no ha conseguido batir las leyes de Mendel; hoy combate batallas importantes pero desde la retaguardia, y desafía en este o aquel punto específico sobre el cual la investigación debe aún arrojar luz plena. El esquema general descrito por Mendel permanece sin embargo por eso un obstáculo insalvable. Estemos seguros de que también buscando en Google estas verdades saltan fuera…
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Marco Respinti