NI el paro, ni el aislamiento por tierra mar y aire, ni el envejecimiento de la población, tampoco la emigración ni, por supuesto, los Puerto Hurraco y otras naderías semejantes: el principal problema de Extremadura y, seguramente, el desencadenante de todos los demás, es la falta de cariño. Y no porque en otras regiones no nos quieran, sino debido a que no nos queremos en esta. O, al menos, porque no nos lo manifestamos tanto como deberíamos.
Siempre fue Extremadura una tierra abierta, sin montañas, sin alcázares ni atalayas. Ni verdaderas ni inventadas. Quien quiso entrar en los límites geográficos de su territorio, entró; quienes desearon atravesarla -unas veces a espada y otras a bayoneta- la atravesaron, y quienes han preferido quedarse a vivir en ella, aquí siguen. Ni se les afea su procedencia ni se dificultó su asentamiento, pues la hospitalidad es uno de los valores que caracterizan a esta región, a la que la historia situó en un rincón del mapa que, posiblemente, nadie quería para sí.
Tanto extrema Extremadura la práctica de esa virtud acogedora que, no pocas veces, ensalza lo ajeno en detrimento de lo propio. Lo que llega de fuera siempre gusta más. No importa que baje por las cañadas reales o que suba en la mochila del trilero, que llegue como tormenta atlántica o que se abra paso a golpe de pregón levantino; si viene de fuera, si no es de aquí, a la fuerza tiene que ser mejor.
En Santa Marta de los Barros, durante la Guerra de la Independencia, la madre del cura alojó en su casa a coroneles franceses -uno de los cuales presumía de ser pariente de Napoleón- y los trató tan bien que, antes de irse, los militares le entregaron un certificado de 'excelencia hospitalaria', con el ruego de que se lo mostrase a quien pasara por su casa. La mujer no sabía francés, pero guardó el documento. Poco después se alojó en la misma vivienda un inglés al que muy ufana, la madre del cura mostró el certificado de agradecimiento dejado por los coroneles franceses. Decía así: «Malheureux espagnols, votre ignorance et votre fanatisme font tout votre malheur. Si vous éties plus alacres vous series peutêtre plus justes, moin ferosse plus sivilisées, et par consequent plus heureux et plus estimables».
¿Somos unos desgraciados, feroces e incivilizados? Desprendidos e ingenuos, seguro que sí. Lo nuestro está destinado a que lo envasen y lo comercialicen los demás. Sea mano de obra cualificada o sin cualificar, energía eléctrica, la Patrona celestial, bolsas de sangre o perniles adobados con hierba y bellotas. Así ha sido siempre. En más de un pueblo se recordará aún el paso de gentes que se asomaban a los zaguanes de las casas para llevarse los almireces, viejos platos de barro vidriado y otros enseres domésticos, más desportillados por los años que por el uso, a cambio de entregar lecheras de plástico, hueveras de plástico y barreños también de plástico o, a lo sumo, algunas monedas.
Cierto es que, a veces, hasta reclamamos con verdadero orgullo tribal el parentesco con algunos de los nuestros, pero se debe a que ya han triunfado fuera y se les reconocen sus méritos artísticos, deportivos o sociales. «Nació en mi pueblo». «Sus padres eran de aquí». «Fuimos juntos a la escuela». Muy entrañable, pero poco más. Y no es que no nos importe nuestra tierra; es que no sabemos demostrárselo. Tenemos que perderla para quererla. Entonces nos humedece los ojos un hilillo de emoción extremeñista que pocas veces, por no decir nunca, cuaja en un impulso sostenido.
Nadie necesita el regionalismo político para prosperar, aunque algunos -Canarias, por ejemplo- bien que lo explotan, ni tampoco el nacionalismo radical, pero sería conveniente pensar un poco en lo nuestro, en nosotros. En un 'nosotros' que no resulta excluyente, pues aunque antepone el 'nos', también incluye a los 'otros'. Nos falta amor propio; tenemos que aprender a querernos a nosotros mismos. Extremadura debe ser madre y no madrastra.
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