“Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará
”.
(Lc 9, 24
)
Cuando Jesucristo murió en la cruz se quedó, en cierto sentido, solo. Si bien acompañado de personas que fueron muy importantes en su vida de hombre tampoco podemos desdeñar la posibilidad de que aquella inquisición a Dios sobre su abandono supusiera una terrible manifestación de dolor, de angustia y, sobre todo, de reconocimiento de una situación difícil de entender.
Dicen, las lenguas que elaboran leyes y reglamentos que las cruces construidas en recuerdo de las personas que murieron en la Guerra Civil española del siglo pasado han de ser derribadas, tiradas al suelo, rebajadas a la más simple situación de horizontalidad que existe y sin verticalidad alguna dejadas.
Cuando un cristiano, aquí católico, escucha o lee algún tipo declaraciones en tal sentido o se acerca a la lectura de determinadas normas que pretenden, ni más ni menos, remediar una memoria que en su historia es irremediable porque ya pasó, siempre se pregunta qué es lo que más molesta a quien tales cosas lleva a cabo.
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